Le dije que me cantara algo. Esperaba un recital susurrado en la orilla del tímpano con puesta de sol en el horizonte y brisa marina cabalgándome el cabello. Su actitud prometía: tenía don de gentes, un punto huraño dilatado en las pupilas y una forma de pronunciar la D que me molaba.
“Dime …”, decía en un tono sutil que te abarcaba entera y derrochaba ternura y anunciaba silencios y abrazos sincopados. Yo me extasié. Y él acabó cantándome. Las cuarenta.
Primero tomé sus manos, que eran bálsamo y estaban llenas de unidades léxicas impares que, al detectarme, salían volando en formación hacia mis labios. Ca-ri-ño, Fu-tu-ro, Pro-me-sa, Li-ber-tad, Tu, Yo, No-so-tros.
Cuando no sabía qué hacer con tanto peso en la boca, lo besaba. Las sílabas aleteaban levemente en el aire y caían de nuevo, estructuradas, sobre él, que se volvía locuaz y me acariciaba las yemas de los dedos, y me sellaba los ojos, y se ponía después a formar oraciones completas con palabras dispares como Casa, Libro, Sonrisa, Sueño, Encanto.
No tuve más remedio que quererlo. Él apenas ofrecía resistencia.
Al cabo de unos días, la D se columpiaba estable ya en mis labios. No hubo un mal momento. Ni una duda. Ni una sombra. Nada.
Entusiasmado conmigo como estaba, y alimentado a base de sólida sintaxis, salió sin embargo una mañana a comprarse un diccionario avanzado de sinónimos. Se fue a cantar boleros a otra parte.
Yo, sencillamente, me quedé sin palabras.
¡Bravo! Precioso. Enhorabuena y bienvenida
Me recuerda a la forma de escribir de Isabel Allende y me encanta. Esto promete, Lia Hal.